Bamako, Mali, 22 de febrero. La máquina que emite las visas de entrada a Malí en el aeropuerto de Bamako se estropeó. No pudo ser reparada durante toda la noche del 21 de febrero y parte de la mañana del día siguiente. Es la única que existe. Quienes desean entrar al país por vía aérea deben esperar largas horas para obtener visas provisionales elaboradas a mano o, peor aún, quedarse sin su pasaporte.
Esta fragilidad de la infraestructura de una de las naciones más pobres del planeta es un asunto delicado. Pero el control de sus fronteras no es un hecho aislado. Abarca toda su economía, la agricultura incluida. Puede ser, también, sin forzar demasiado la realidad, una metáfora de la situación en la que se encuentra la economía campesina en todo el mundo. Tema que durante estos días se discute en este país.
Amarga dulzura, por todo el planeta la agricultura campesina es zona de desastre. También de esperanza, aseguran algunos optimistas. Algo similar sucede con la pesca en pequeña escala. Los casi 600 delegados de 98 países que asisten al Foro Mundial por la Soberanía Alimentaria en Sélingué, en Malí, comparten el diagnóstico.
La mano invisible que permite que el precio de la cosecha del pequeño agricultor en Africa Occidental sea fijado en las bolsas de Londres, Chicago o Nueva York, sin posibilidad alguna de que el productor se defienda, provoca cada año la ruina y la migración de comunidades rurales enteras. Como señaló Vijai Jawandhia, delegado de la India al Foro, el viejo colonialismo del que estas naciones se deshicieron a través de las luchas de liberación nacional ha sido sustituido por nuevas formas de dominación.
Casi no hay actividad agrícola o ganadera en pequeña escala que escape a la dinámica perversa de tenerse que enfrentar a las exportaciones masivas de alimentos y oleaginosas altamente subsidiados producidos en países del primer mundo, sin contar con las protecciones comerciales suficientes dentro de sus países. La presión de los organismos financieros multilaterales como el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha obligado a sus gobiernos nacionales a privatizar las empresas estatales que defendían la producción campesina y a desregular sus economías hasta hacer muy difícil cualquier protección seria de sus agriculturas y sus campesinos.
Por si esto fuera poco, los pequeños productores rurales enfrentan además la arremetida de las empresas trasnacionales del sector que controlan las semillas, los agroquímicos y la comercialización de las materias primas. Las gorras que los campesinos y trabajadores rurales usan para protegerse del sol, con los logotipos de estas compañías estampados en ellas, son el símbolo más evidente de esta nueva dominación.
El mexicano Alberto Gómez, integrante de la coordinación de Vía Campesina, lo explicaba ayer en una conferencia de prensa en Sélingué: hay que enfrentar la agricultura exportadora e industrializadora de las grandes empresas trasnacionales. «Para conseguir la soberanía alimentaria -aseguró- es fundamental la promoción de políticas públicas que fomenten la agricultura campesina y familiar y luchen contra la exclusión.»
Una dificultad compartida
Probablemente el anuncio comercial que más fácilmente puede verse en las calles de Bamako es el de Western Union, la empresa a través de la cual centenares de miles de migrantes malienses envían remesas a sus familias desde Francia, la antigua potencia colonial de la que se independizaron políticamente, pero a la que deben viajar para buscar empleo. También se dirigen a España, la puerta de entrada a Europa.
Malí es un país expulsor neto de mano de obra. Sus habitantes buscan empleo lo mismo en la vecina Costa de Marfil o en las calles de París. Los letreros de Western Union son el indicador de una grave crisis: la agricultura local se debate literalmente entre la vida y la muerte. Esa agonía es la culpable del moderno éxodo.
Pero, como sucede en tantos países rurales, el campo se sigue reproduciendo dentro de la ciudad. En Bamako, la capital del país, miles de chivos y sus pasturas comparten las calles con las nubes de motocicletas en las sus habitantes se trasladan. Los pequeños establos de traspatio proliferan junto a los vendedores, ataviados muchos con camisetas del equipo de futbol de Barcelona (en lo que es un eco del éxito de sus deportistas), y pequeños negocios.
Las mercaderías chinas de bajos precios han inundado los mercados locales, y junto con el capital libio, juegan un papel cada vez más importante en la economía. Las elites militares, políticas y económicas, educadas en parte en la antigua Unión Soviética no miran necesariamente hacia Estados Unidos ni a las «enseñanzas» de los chicos de Chicago, y, en cambio, padecen las consecuencias de las políticas de ajuste y estabilización. No es pues en balde que hayan decidido arropar el Foro Mundial por la Soberanía Alimentaria. La exigencia de poder controlar su producción de alimentos tiene sentido pleno en el impulso a un modelo diferente de desarrollo.
El arranque del debate
Cuando a los jóvenes rurales de Malí se les pregunta a qué se dedican, responden que son desempleados. No importa que se dediquen siete u ocho meses al año a tareas agrícolas. Como no reciben ingresos monetarios por su actividad, creen que no tienen trabajo. Quien cuenta la anécdota es Seydou Traore, Ministro de Agricultura de ese país. Es su respuesta a los cuestionamientos hechos por la Coordinación de Organizaciones Campesinas y de Productores Agrícolas de Africa Occidental (ROPPA, por sus siglas en inglés), sobre la situación de la agricultura en la ciudad de Bamako.
Cuestionado sobre la elaboración de una Carta Magna regional sobre la soberanía alimentaria, la definición de una política comercial para garantizarla y la forma de enfrentar los subsidios a la agricultura en los países desarrollados, el ministro respondió explicando la Ley de Orientación Agrícola, aprobada el 5 de septiembre de 2006, que eleva a rango constitucional la soberanía alimentaria.
De acuerdo con el ministro, la ley fue elaborada en un largo proceso de consultas con las organizaciones campesinas. En ella se reivindica la necesaria armonía entre el campo y la ciudad, y el hacer de la agricultura un oficio remunerado, para que, entre otras cosas, esos jóvenes no se queden fuera del mercado laboral. Se trata de garantizar a quienes viven del campo un ingreso digno. El eje de la soberanía debe ser la modernización de las explotaciones campesinas familiares. Malí invierte ya, cosa rara en estos tiempos, entre 12 y 15 por ciento de su presupuesto en actividades agrícolas y ganaderas. El ministro postula, además, no aceptar el que países desarrollados se den a sí mismos el papel de regentear el comercio mundial. No es poca cosa en un país que, aceleradamente, se está convirtiendo en un mercado donde aterrizan cada vez más productos agrícolas de importación.
Cuestionado por los asistentes sobre cómo enfrentar los subsidios a los productores en los países ricos, respondió que eso era imposible. «Los consumidores de esas naciones -dijo- quieren productos de calidad. Esos subsidios se los garantizan. Sus gobiernos no van a enfrentarse con esa realidad. Lo que nos corresponde es regular nuestra agricultura.»
También el día de hoy, previo a la inauguración formal del acto pero a casi 150 kilómetros de distancia, se realizó en Sélingué un encuentro de mujeres, coordinado por la Marcha Mundial de Mujeres. Aicha Sisse, coordinadora de la marcha y secretaria de la CAFO, agrupación de organizaciones feministas de Malí, llamó a articular la lucha por la defensa de los recursos naturales (semillas, agua, tierra) en la perspectiva de que sean considerados patrimonio de la humanidad.
Durante el debate en Bamako, el ministro Traore insistió en que había que abrir la puerta al futuro para la sociedad rural. Varios de los asistentes al debate lo cuestionaron: ¿cuál futuro? ¿cuál modernidad? ¿cuál modernización? ¿Acaso ese futuro no está dentro de la misma comunidad rural? Eso es, precisamente lo que estará a discusión hasta el 27 de febrero en Sélingué.