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Voces desde los territorios: solo con una transformación radical del sistema alimentario se puede atajar la COVID-19
La aparición de la pandemia de COVID- 19, su propagación y el impacto tan devastador que está teniendo empeoran aún más las injusticias ya existentes del sistema. El modo en que construimos, organizamos y controlamos nuestros sistemas alimentarios tiene un papel fundamental en estas injusticias. Las décadas de prácticas neoliberales, la reducción del papel del estado y el favorecimiento de un sistema alimentario de libre mercado, han provocado el desmantelamiento de políticas públicas y de reglamentación, han dado prioridad a las exportaciones de mercancías y a los beneficios de las grandes compañías alimentarias en lugar de proteger el medio de vida de los pequeños productores, los sistemas alimentarios locales y la soberanía alimentaria. La COVID-19 es otra más de una serie de enfermedades infecciosas y crisis vinculadas al sistema alimentario industrializado, y no será la última.
Las personas más afectadas por la pandemia son, entre otras, las mujeres, los y las jóvenes, las personas refugiadas y migrantes, las personas trabajadoras y pequeñas productoras de alimentos, los pueblos sin tierra, las personas urbanas pobres en situación de inseguridad alimentaria, y los pueblos indígenas. Muchas de ellas no tuvieron la posibilidad de confinarse dada su dependencia de un sueldo diario, y tampoco contaron ni con reservas económicas ni con una protección social adecuada o con sistemas de apoyo estatal a los que recurrir en tiempos de crisis. La COVID-19 ha dejado claro que la “competitividad” del modelo agroindustrial se basa en un alto grado de inseguridad y en la explotación de los trabajadores, con sueldos muy bajos y condiciones laborales precarias, y genera riesgos tanto para la salud como para el medioambiente.
Frente a la COVID-19, resulta más necesario que nunca que transformemos el sistema alimentario hacia la soberanía alimentaria, la agroecología, los derechos humanos y la justicia. Esta crisis no puede resolverse con medidas de urgencia y paquetes de incentivos que siguen perpetuando este modelo.
A pesar de ello, muy pocos gobiernos han respondido a la crisis intentando aplicar los derechos humanos o centrarse en las necesidades de las comunidades más desfavorecidas. Las políticas oficiales y el apoyo económico han favorecido sobre todo a las corporaciones, a los grandes productores y a las cadenas de suministro globales, garantizándoles el capital y la mano de obra que necesitan para continuar funcionando. Las respuestas de los gobiernos han venido determinadas por las desigualdades económicas y sociales que históricamente han existido entre países y dentro de cada uno de ellos. Los países que ahora se encuentran en vías de desarrollo se enfrentan a la amenaza de fuga de capitales, a grandes préstamos con condiciones que provocarán un mayor endeudamiento, y a unas políticas inminentes de ajustes estructurales. Los informes locales muestran que las respuestas oficiales presentaron sobre todo enfoques aislados, así como falta de preparación y coordinación. Además, no existió una cooperación internacional suficiente que permitiera atajar los factores que estaban favoreciendo la aparición y la devastadora propagación de la COVID-19, ni que permitiera responder de forma adecuada a las necesidades más inmediatas ni a una recuperación a más largo plazo.
Resulta preocupante que muchos gobiernos recurrieran a poderes de excepción (supuestamente con el fin de controlar la pandemia) que les permitieron controlar todos los aspectos de la gobernanza y la seguridad sin ningún tipo de control democrático. Estos poderes se han utilizado para criminalizar la disidencia y para hacer cumplir por la fuerza confinamientos injustos.
Aunque los gobiernos y las instituciones internacionales emplean la narrativa de “reconstruir mejor”, sus políticas prestan más apoyo a las grandes corporaciones, a la digitalización corporativa y a las nuevas tecnologías. Por el contrario, las respuestas que han puesto en marcha las comunidades han demostrado valores de comunidad, solidaridad, resiliencia, sostenibilidad y dignidad humana. Estos dos planteamientos no pueden coexistir.
Los movimientos de base demandan medidas concretas, basadas en lo que se necesita para una recuperación justa frente a la COVID-19:
1. Romper con los enfoques neoliberales del pasado
2. Poner en práctica la Soberanía alimentaria
3. Situar la prioridad en lo público
4. Reforzar una gobernanza alimentaria global basada en los derechos humanos
Pedimos un cambio de paradigma, donde se recuperen unos sistemas alimentarios entendidos como un patrimonio común que garantice el bienestar de las personas y del planeta, que se fundamenten en los derechos humanos, que pongan en práctica la soberanía alimentaria, que reconozcan el papel prioritario de las políticas públicas y que refuercen un modelo de gobernanza verdaderamente inclusivo, democrático y coherente que haga efectivo el derecho a una alimentación adecuada para todos y todas, tanto ahora como en el futuro.
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¿Puede la agroecología detener la COVID-21, 22 y 23?
El sistema alimentario global, basado en la desigualdad, la explotación laboral y un extractivismo desenfrenado que roba a las comunidades sus recursos naturales y sociales, no deja de ver el surgimiento de patógenos y más patógenos. Como respuesta a esto, algunos representantes del sector proponen una mayor intensificación de la agricultura con el pretexto de “preservar los espacios naturales”, lo que provoca una mayor deforestación y la propagación de enfermedades.
La separación de tierras (land-sparing) omite muchas agriculturas campesinas, indígenas y familiares que se integran en los ecosistemas silvícolas y producen alimentos y fibras para su uso a nivel local y regional. De hecho, la integración (land-sharing) campesina e indígena preserva unos niveles muy altos de agrobiodiversidad y de diversidad silvestre que impide la propagación de agentes patógenos.
Pandemic Research for the People (PReP) es una organización formada por agricultores, investigadores y miembros de comunidades, y se centra en cómo reimaginar la agricultura para frenar desde el principio la aparición de coronavirus y otros agentes patógenos. Defendemos la agroecología, un ambientalismo de los campesinos, los pobres y los indígenas que lleva años en práctica, y trata la agricultura como parte de la ecología, de donde la humanidad obtiene sus alimentos. Una matriz agroecológica diversa, formada por terrenos agrícolas, agroforestales y pastizales integrados en un espacio forestal, puede conservar la diversidad biocultural e impedir que las enfermedades zoonóticas se enlacen en cadenas de infecciones y salten a la red mundial de desplazamientos y transportes. Una diversidad como esta también respalda las condiciones económicas y sociales de las personas que cuidan del campo.
Las agroecologías campesinas no se limitan a la tierra y los alimentos, por muy importante que estos sean. La influencia que ejercen para frenar las pandemias y sobre otros bienes sociales radica en el contexto más amplio en el que se enmarcan. Las agroecologías se basan en políticas prácticas que sitúan la agencia y el poder en manos de las clases trabajadoras y desfavorecidas, en las personas indígenas, negras y mulatas. Sustituyen las dinámicas de urbanización e industrialización agrícola (perjudiciales desde un punto de vista ecológico y epidemiológico) que favorecen el capitalismo racial y patriarcal. Ponen el planeta y a las personas por delante de los beneficios que solo unos pocos disfrutan.